domingo, 3 de mayo de 2015

Libro invitado: Isabel o Los siete paraísos (Suzanne y Joséphine Boland)

De la biblioteca de Alejandra Correa: Isabel o Los siete paraísos. Texto: Suzanne Boland. Ilustraciones, Suzanne y Joséphine Boland. Bilbao, Desclée de Brouwer, 1961. (8 fotos tomadas por Alejandra.)











Escribe Alejandra: Columna para el libro El sentido de la lectura, de Angela Pradelli, Paidós, 2012.

Los siete paraísos, por Alejandra Correa

Por entonces, cuando Isabel o los siete paraísos de Susana Boland llegó a mis ojos, no sabía ni el nombre de las letras, ni esa lógica que le otorgaba un sonido a cada una de ellas y un sonido diferente al reunirse. Tenía cuatro años y el nuevo mundo era un universo exótico del que, como en la alegoría de la Caverna, solo veía la sombra que proyectaba algo que estaba allá afuera, pero que ni siquiera intuía.
“Me llamo Isabel. No soy ni infanta ni princesa y mi madrina no es hada. Me llamo Isabel, pero no soy linda. Graciosilla apenas, como lo son, a su manera, todas las niñas del mundo entero. Mi padre no es rico y mi madre no es instruída. Vivo en una casa tranquila de una calle tranquila. Y nadie sabe... que de siete Paraísos tengo las llaves”, comienza el libro.
Y luego uno a uno, sus paraísos, los de Isabel, los míos: el primero las flores, el segundo la casa y luego en sucesión: el campo, los animales, los colores, los libros, la música.
No hicieron falta una narración sólida con golpes de efecto aquí y allá, ni personajes con nombre y descripción física, ni un nudo narrativo. Bastaron la delicadeza de las ilustraciones, el color y los textos que recorrían escenas bucólicas y llenas de palabras que sonaban tan extrañas y bellas a la vez (grajos, miosotis, curruca, marmita…) para ensoñar las horas de aquella que era yo, una niña sin padre rico ni madre instruída, graciosilla apenas...
Y en ese libro, y en esas ilustraciones que eran realmente ventanas hacia todo lo bueno de este mundo, yo sentí por primera vez en mi vida que la verdadera llave estaba cerca.
Recuerdo un día en especial. Luego de perseguir a todos mis posibles lectores, me quedé a solas con el libro y con la desesperación de querer entender lo que allí se narraba. Desde el centro de un desesperado deseo, yo leí. Leí las letras, leí las historias, leí la voz de Isabel. Sentí toda la magia que se siente a cada paso en la infancia cuando algo se hace por primera vez. Digo magia, debería decir: la vivencia de lo sagrado como posibilidad.
Y corrí a contárselo al mundo. Yo sabía lo que significaban esos signos, entendía que allí, tal cual decía el libro había llaves. Sólo recibí miradas de piedad, esas miradas que se les echa a los niños cuando quieren convencernos de que los elefantes vuelan.
Pero no importó: había encontrado la llave del paraíso de la lectura, de ese mundo que conserva todas las voces de una historia polifónica, donde todo es posible, donde hasta la muerte es una narración que transcurre mientras la vida está en cada palabra que respira.
Hoy ese libro amado, pegado y despegado, escrito y sobreviviente de todas las batallas, me acompaña con su posibilidad de hacerme revivir en miles de letras, ese universo de la infancia, en la voz de Isabel, esa niña sin tiempo.
Si quiero indagar en él, me encuentro primero con que en la retirada de la tapa, hay figuritas cubiertas de brillantina que la niña fue pegando para reunirlas con el relato, quien sabe por qué. Bajo algunas de las bellas ilustraciones, más tarde, la niña escribió con letra de imprenta los nombres de los paraísos.
Releo en esas páginas y encuentro indicios. Muchos. En el “paraíso” de las flores, descubro a la niña que fui leyendo algo que ya entonces, había perdido: el contacto con la naturaleza (mi familia se había trasladado desde un pueblo serrano en Uruguay a la ciudad de Buenos Aires). El olor de la menta silvestre volvía a nacer en esas páginas; las flores, tenían voces diversas, vestidos, eran seres cercanos. También los animales y las cosas hablan, el de Isabel es un mundo animado por cientos de almas que pueden comunicarse con ella y contarle cómo se ve el mundo desde otra óptica. Esta adulta que soy piensa en Marosa di Giorgio y en el profundo impacto que me produjo su universo nacido en el lenguaje, donde hablan seres maravillosos. Trazo un arco.
Más allá Isabel dice “Mis brazos están cargados de flores”. Me detengo como si las palabras me señalaran el sitio: es la imagen de un poema que escribí 30 años más tarde.
Pero es quizás en el paraíso de los libros donde encuentro el eje de esta pasión que me recuerda Isabel. La escena narra la entrada de la niña en la biblioteca. Todos los libros le hablan, le dicen que los elija, les señalan lo que van a encontrar en ellos con frases como: “Todas las historias están aquí, escritas en nuestras páginas. Las historias viejas y las historias nuevas”; “-¿Conoces mi historia? Como es en cierto modo la tuya, sería mejor comenzar por ella. Es la historia de tu país, donde los hombres viven, luchan y mueren para conservar la tierra que aman y que un día les cubrirá”.
Allí está Isabel en el centro de una escena donde “cincuenta, cien, trescientos libros gritan a la vez”. Uno le habla de la historia de los animales; otros de las mareas, de la aritmética, de los lejanos países de África, del hidrógeno y de Atlas… “No me olvides –dice la dulce voz del poeta- Yo no te enseñaré más que el amor de las cosas. A ellas corresponderá el enseñarte”, dice el libro de tapas arrugadas. Y entonces, Isabel, abre el gran Libro púrpura y lee: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra…”
Historia y tiempo, belleza y misterio, arte y saber, memoria: es en el paraíso de la lectura donde he decidido quedarme. Allí soy siempre la misma niña buscando entender el mundo que está allí afuera, y también profundamente arraigado en el lenguaje. Juego de resonancias, de letras y de voces, puro deseo.
Alejandra Correa
(Texto escrito especialmente para el libro El sentido de la lectura, de Ángela Pradelli.)

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